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Cuando se habla del año mil en el Occidente cristiano, lo primero que suele venir a la mente es el pánico que provocó entre la gente (y en especial entre los iletrados, que eran casi todos) la llegada del fin del mundo y el Juicio Final, anunciado en el Apocalipsis de san Juan.
La primera referencia escrita que menciona este miedo al año mil como fin del mundo la tenemos en el año 995: Abón de Fleury, abad del monasterio de Fleury-sur-Loire, describe una prédica que había presenciado 20 años atrás (es decir, en 975) en París. Un sacerdote parisino anunciaba el fin del mundo mil años después del nacimiento de Cristo, según su interpretación de las Escrituras... La cosa se tuerce cuando seguimos leyendo y vemos que el buen abad no solo no comparte esta interpretación, sino que la refuta haciendo gala de una buena argumentación y sirviéndose de otro versículo de la Biblia: «En orden al día y la hora (del Juicio Final), nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino solo el Padre».
Por otro lado, a duras penas era consciente la gente común de que se encontraban en los albores del año mil. Los campesinos vivían al ritmo de las estaciones, y el paso de los años (y su datación) era algo vago y por lo general confuso. En las ciudades tampoco se tenía mejor cuenta de los años desde el supuesto nacimiento de Jesucristo.
¿Hubo pues miedo al fin del mundo, a la llegada del Anticristo y el Juicio Final? ¿Hubo episodios de histeria colectiva y peregrinaciones masivas a Roma (y, en nuestro caso, a Santiago de Compostela, que nos cae más cerquita)? Pues no... y sí. Aunque la gente no supiera exactamente en qué año vivía, desgracias las hay siempre: fenómenos astrológicos que se interpretaban como oscuros augurios, cambios en el clima, hambrunas, epidemias, guerras o desastres naturales no hacían sino aumentar la histeria colectiva.
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