En medio de una brumosa mañana, la puerta de una casita se abre y de ella sale un aldeano que va a buscar agua para empezar el día. A sus pies, un par de pollos escarban en la tierra y agitan las plumas, pero el hombre los espanta de buenas maneras. Cuando vuelve a casa, su hija está fuera, encendiendo la hoguera. El aldeano llena el caldero de agua y lo cuelga sobre la madera crepitante.
Mientras, a su alrededor, otras personas y familias comparten la misma rutina matinal. Las madres apenas tienen tiempo de echar una chaqueta sobre los hombros de sus hijos antes de que se marchen corriendo a jugar entre las piernas de sus hermanos mayores, que ya han empezado sus quehaceres, y de los adultos, que están empezando su jornada de trabajo.
Te adentras en el pueblo justo cuando el sol empieza a disipar la niebla y los habitantes te saludan mientras van de camino al campo. Uno de ellos te pregunta por tu viaje hasta aquí. Intercambiáis observaciones sobre el tiempo y algunas noticias del lugar de donde vienes.
Les explicas que te has encontrado con algunas dificultades en los últimos días y que te gustaría encontrar alojamiento. El pueblo no está acostumbrado ni preparado para visitantes, así que no hay ninguna posada, pero el agricultor te invita amablemente a quedarte en su casa a cambio de que le ayudes a traer la cosecha.
Durante varios días te empapas de la vida rural, conoces a los residentes, escuchas sus historias y disfrutas de la sencillez de este estilo de vida. También te enteras de los problemas que ha sufrido el pueblo y sus vecinos. Parece que en la zona nadie está libre de desdichas. Sin ir más lejos, el año pasado una tormenta asoló el lugar durante cuatro días seguidos. Las inundaciones destruyeron los cultivos, se ahogaron animales e incluso un niño. Ha sido difícil recuperarse, pero con determinación e ingenio han conseguido salir adelante.
Después de unos días que se te pasan volando, decides, no sin cierta pena, que ha llegado la hora de marchar. Los vecinos del pueblo se han convertido casi en tu segunda familia, y les prometes que volverás pronto.
Los pueblos son enclaves rurales, repartidos por el territorio de un reino, que los aventureros se encontrarán con bastante asiduidad durante sus viajes. Puede haber pueblos casi en cualquier lugar, siempre que existan recursos disponibles para mantener a su población. Por lo general, los aldeanos llevan vidas duras y se enfrentan a adversidades que los habitantes de otros tipos de enclave no sufren. Sus vidas son sencillas y, aunque exigen inmenso esfuerzo, también les permite disfrutar del aire fresco, la comunidad y la satisfacción de ser autosuficientes.
Los pueblos son comunidades esenciales para la existencia de un reino. Su característica más destacada es aquello que producen, porque define su valor a ojos de los demás. Estas comunidades pequeñas no están muy desarrolladas. Un pueblo no es un lugar para reaprovisionarse o empezar una misión importante, sino más bien un lugar que quizás necesite mano de obra, a alguien que realice un trabajo para el que nadie más en la zona está cualificado (como espantar a alguna amenaza) o algo más mundano, como a una persona que ayude a transportar la cosecha. Hay quien podría incluso llegar por casualidad. Los residentes de un pueblo demostrarán su gratitud ofreciendo sus casas para dormir o compartiendo su comida.
Algunos habitantes, por lo general los que refinan los recursos, viajan con regularidad a la ciudad más cercana para vender sus productos el día de mercado. Con los beneficios, compran lo que su familia o quizás lo que todo el pueblo necesita, y lo transportan de vuelta a casa. Estos beneficios podrían también ir destinados a pagar mano de obra o incluso guardias para que les protejan en el viaje de vuelta, dependiendo de lo peligroso que sea.
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