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Por desgracia, el oro de este siglo es más metafórico que real, pues con libros y cuadros no se ganan batallas, no comen las huestes innumerables de pícaros y tunantes que pueblan sus calles, ni tampoco se pueden apagar las hogueras de la Santa Inquisición, que arden altas, avivadas por la intransigencia y el fanatismo. Si a ello se le suman las constantes sequías y plagas que azotaban los territorios hispanos, tendremos como resultado una economía cada vez más debilitada, en manos además de reyes y validos que veían como todos sus esfuerzos para alejar la decadencia a la que se veía abocado el Imperio caían en el saco roto de las guerras y contiendas que, en no pocas ocasiones, habían provocado ellos mismos.
En las villas y pueblos de la nación abundan hidalgos, frailes y pedigüeños, que es lo mismo que decir gente ociosa y caballeros del milagro, pues nada aportan a la sociedad. En los campos de Flandes y en los mares de Levante, los viejos Tercios españoles sangran por sus múltiples heridas mientras que, al otro lado de la mar océana, el Nuevo Mundo se encuentra cada vez más acosado por piratas y corsarios de naciones rivales.
En lo tocante a Villa y Corte, Siglo de Oro es sinónimo de siglo XVII. Y viceversa. Eso cubre el tiempo de reinado de los llamados Austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), que duró casi exactamente cien años (desde 1598 a 1700), un siglo particularmente convulso en el que España pasó de ser el gran y eterno Imperio a verse convertida en un despojo por el que se pelean las naciones europeas. Así mismo, Villa y Corte propone dividir este siglo en 4 etapas, a modo de estaciones del año, cada una con un tono diferente que ayudará a determinar el estilo y la escala de las comedias (aventuras) que pueden jugarse. De esta forma, si pensamos dirigir una novela llena de grandes batallas, quizás la fase del verano (los primeros años de Felipe IV) será la adecuada, mientras que una novela centrada en las miserias, conspiraciones e intrigas de una corte corrupta quizás debería tener lugar en la fase del invierno (el reinado de Carlos II).
Pero, además, y esto es algo que no verás en un libro de historia, en Villa y Corte las creencias sobrenaturales de las gentes no son simples leyendas o cuentos. Son muy reales. Peligrosamente reales. Y creer en la magia, los duendes y los demonios era tan habitual como creer en la Santa Madre Iglesia. Hasta los más cultos de sus habitantes, como religiosos, juristas o teólogos, llenan sus tratados de prodigios y maravillas que aseguran haber visto o escuchado, al tiempo que los más grandes literatos de la época, como Cervantes, Quevedo o Lope de Vega, mencionan en sus libros toda clase de encantamientos, hechizos, conjuros y fantasmas. Ocultas en frondas antiguas, ruinas olvidadas u oscuros pasadizos de castillos ahora reconvertidos en palacios, se esconden las viejas leyendas, que se niegan a ser olvidadas. Las gentes prudentes y sabias lo intuyen y las tienen muy presentes, pues saben a ciencia cierta que aún hay secretos en los negros bosques, en las frías tumbas, en los destrozados libros y en los más profundos y oscuros recovecos del corazón de los hombres.
El mundo de Villa y Corte, en fin, es un lugar tan apasionante como peligroso, en el que se dan la mano la espada y la magia, la ciencia y la fe, los ángeles y los demonios. Un mundo en el que lo racional compite con lo irracional. Y viceversa.
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