A la ermita del santo Pelayo, cerca del nacimiento del río Boeza, unos romeros acudieron al atardecer del día 26 de junio, festividad del santo. Comieron y bebieron y se sentaron mirando al santo, dispuestos a cumplir con la sagrada tradición del filandón.
Cuenta la tradición, por todos tenida por cierta, que, siendo el santo Pelayo apenas un zagal imberbe, acompañó a su tío Hermoigio, obispo de Tuy, que marchaba junto al ejército del rey de León en apoyo del de Pamplona, atacado por las tropas de infieles del emir Abderramán III. Era el año 920, y la suerte no estuvo del lado de las tropas cristianas, que fueron derrotadas en la batalla de Valdejunquera. Tío y sobrino fueron apresados y llevados a Córdoba, la capital del emirato. Tras tres años de cautiverio, el obispo fue liberado, pero su sobrino no. Sus maneras, su juventud y, sobre todo, su ingenio habían cautivado al emir, que gustaba de oír las narraciones que le contaba. Así que exigió al obispo Hermoigio un exorbitante rescate por su sobrino con el que se habría pagado la liberación de cinco reyes. Un rescate que, por otro lado, el avaro del obispo tampoco pensaba pagar, que de sobrinos tenía muchos, pero de oro que malgastar, como que menos.
Tampoco Pelayo quería ser liberado, pues estaba llevando a cabo un astuto plan. Sus amenas narraciones e historias, que contaba no solo al emir, sino a la corte y a todos los que quisieran escucharlo, incluidos los siervos más humildes, escondían en realidad enseñanzas cristianas con las que realizaba labor de apostolado, convenciendo y convirtiendo poco a poco a los infieles.
Y así pasaron dos años, hasta que un mal día un maldito perro que había abrazado la fe musulmana tras renegar del cristianismo escuchó las pláticas de Pelayo y entendió su verdadero significado, reconociendo la vida y obras de Nuestro Señor y sus Santos Apóstoles. Se apresuró a denunciar al joven Pelayo y llevarlo ante Abderramán para que dictara sentencia. Y predicar la verdadera fe entre la morería solo tiene una sentencia: la muerte entre atroces sufrimientos.
El emir, sin embargo, no quiso apresurarse a hacer cumplir la ley. Le había cogido cariño al guapo mozo, un cariño de todo menos espiritual. Así que le propuso salvarse: si su mente se convertía a la fe musulmana y su cuerpo aceptaba el amor y las caricias del vicioso emir, no solo salvaría la vida, sino que se vería colmado de riquezas y honores. El mozo se negó en redondo. Afirmó que su fe era firme y el agujero de su culo estaba más que cerrado, que algunas cosas solo las ha hecho Dios para que sean de salida y no también de entrada. Nada hay peor que un amante despechado, así que el martirio de Pelayo fue especialmente cruel: le arrancaron la carne, trozo a trozo, con unas grandes tenazas de hierro calentadas al rojo para que fueran cauterizando las heridas causadas. Cuando la vida huyó de su cuerpo, desmembraron lo que quedaba y arrojaron sin ninguna ceremonia sus restos al Guadalquivir. Era el 26 de junio del año 925. Sin embargo, los cristianos de la ciudad, a muchos de los cuales él había convertido, recogieron buena parte de dichos restos y los guardaron como reliquias. Años después, en el 967, Ramiro III de León organizó el traslado de los sagrados restos a la cristiandad, donde serían venerados adecuadamente.
En esta ermita de San Pelayo existe la costumbre, por todos tenida por santa, de que, si la noche previa a su fiesta se le cuentan historias y narraciones al modo de un filandón, como se hace en esas tierras, el santo corresponde trayendo prosperidad a la comarca durante todo un año. Y a eso han venido estos romeros. Y ya el primero bebe un trago de vino para aclararse la garganta, carraspea un poco y empieza...
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