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El Sacro Imperio Romano-Germánico nació como tal en el año 962 gracias a la iniciativa de Otón el Grande de Sajonia. El Imperio carolingio, considerado el sucesor del Imperio romano, había desaparecido a la muerte de Carlomagno en el año 814. Otón revive la tradición imperial, haciéndose coronar emperador del Imperio Romano por el mismísimo papa (lo de «Sacro» vendría más tarde, con Federico Barbarroja, en 1157, y lo de «Germánico», para ser puristas, es aún más reciente, del siglo XV).
El Sacro Imperio no fue nunca un estado cohesionado, lo que hoy llamaríamos un «Estado-nación». El emperador preside, pero no gobierna «de facto» más allá de sus propios dominios, obtenidos por herencia familiar. Sobre el papel, garantiza la estabilidad política y la resolución pacífica de los conflictos mediante su intervención. También ofrece protección a sus súbditos más desprotegidos contra la posible arbitrariedad de sus señores feudales. En la práctica... el poder del emperador y sus representantes es más «moral» que real. El emperador puede aconsejar, puede mediar en conflictos de dos familias nobles, puede invocar una respuesta armada contra un enemigo común... y poco más. Los cientos de estados, grandes y pequeños (muchos de unos pocos kilómetros cuadrados), que forman el Imperio hacen su propia política y demasiado a menudo entran en conflicto (muchas veces hasta armados) entre ellos. Por lo que respecta a su papel como juez supremo y garante contra los abusos de los señores... los pobres vasallos víctimas de tales abusos han de entregar a un representante del emperador sus quejas por escrito... rezar para que el escrito llegue al emperador o a un burócrata imperial comprometido y honrado... y que luego la lenta maquinaria administrativa se ponga en marcha. A menudo cuando las quejas son oídas ya es demasiado tarde. Sobre todo para el que se ha atrevido a quejarse.
Esta autoridad más «moral» que real se lograba gracias a las connotaciones religiosas que tenía el título de emperador, investido como tal por el mismísimo representante de Dios en la Tierra, es decir, el papa. Eso creó la controversia sobre quién tenía más poder, si el emperador (por ser el poder terrenal) o el papa (por ser el poder espiritual). Este pulso político se tradujo en que el papa se negó en múltiples ocasiones a investir a un emperador que no fuera de su agrado y, si posteriormente sus acciones no eran de su agrado... se apresuraba a excomulgarlo, quitándole así ese poder «moral» que era la base de su mandato. No olvidemos que un súbdito podía considerarse liberado de su juramento de fidelidad feudal si su señor era excomulgado.
Tal cosa sucedió en 1334, cuando el emperador Luis IV de Baviera chocó contra los intereses papales en los territorios italianos. Al santo padre Juan XXII no le tembló la mano cuando lo excomulgó ¡acusándole de brujería, nada menos! Y es que, entre otras cosas, el emperador había apoyado las pretensiones del antipapa Nicolás V para hacerse con la tiara de San Pedro y, ya se sabe, esas cosas son difíciles de perdonar... Murió el antipapa y murió Juan XXII, pero el emperador seguía excomulgado. Ni él consideraba oportuno humillarse ante el papado de Aviñón ni Clemente VI, el papa por aquel entonces, veía la necesidad de tomar la iniciativa. Pero al emperador Luis le surgían enemigos por todas partes: con el pretexto de que estando excomulgado no podía ser emperador del Sacro Imperio, los nobles que estaban en su contra proclamaron «rey de los romanos» al príncipe de Bohemia, Carlos de Luxemburgo, en 1344. Poca cosa más que un gesto simbólico, pese a que el título era requisito previo para ser coronado emperador (si el Santo Padre se mostraba dispuesto, claro). El emperador Luis no se inquietó hasta 1346, cuando murió el rey Juan I de Bohemia (relativamente joven, con 50 años) y Carlos fue coronado su sucesor. Al emperador Luis lo respaldaban sus poderosos feudos familiares de Baviera y el Palatinado, mientras que al pretendiente Carlos todo el reino de Bohemia... eso sin contar los nobles que apoyarían a uno u otro, o los que se mantendrían cuidadosamente neutrales hasta que se decantase un vencedor claro. Sea como fuere, la guerra parecía inminente. Por suerte (y de una manera muy, pero que muy oportuna) el emperador Luis murió en 1347 en un accidente durante una cacería de osos.
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