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La jungla lo abofeteaba y le hacía cortes. Le ardían las piernas y los pulmones. Le dolían los hombros por el peso que llevaba. El sudor le picaba en los ojos. Saltó por encima de un árbol caído, rozando con la punta de los dedos de los pies el borde de la madera. Esquivó a su primo aún en pie y, a su sombra, se derrumbó. El peso que llevaba en los hombros cayó hacia adelante, gimiendo. K'awil miró hacia arriba y vio sangre. La piel de la kuraq era oscura pero estaba perdiendo color. Iba vestida con ropa de viaje. La mano en su vientre era rojo carmesí. Miró a K'awil, con determinación en sus ojos oscuros.
—Tienes que dejarme —dijo ella, hablando en la lengua de él. Con la otra mano, rebuscó en su bolso de viaje y sacó una pequeña bolsa de cuero—. Tómalo.
El aliento de K'awil no lo dejaba descansar. Pero no muy lejos del lugar donde estaban, ambos escucharon gritos. Y perros. Sacudió la cabeza.
—No —dijo él. Puso la mano en su mano con la bolsa—. Guárdalo. Ella lo hizo. —O eres muy valiente o muy tonto —dijo, con una media sonrisa formándose en los labios.
—¿Por qué no puedo ser ambos? —preguntó, devolviéndole la sonrisa.
Oyeron otro grito.
—¡Los veo! K'awil agarró a la mujer y se la arrojó sobre un hombro.
—Estamos cerca del río —dijo—. Y la aldea está en el otro lado.
Ella hizo una mueca de dolor cuando la levantó.
—Todavía tenemos que pensar en una forma de cruzar el río.
Él cambió su peso sobre los hombros.
—Apocōātl nos mostrará el camino.
Entonces, corrió.
* * *
Hace siete días Chuki entró al pueblo con las manos levantadas y una sonrisa en el rostro. Vestía ropa de viaje y no portaba armas. Llevaba la cara y la ropa sucias, y tenía un poco de telaraña en el pelo. Restos de un encuentro cercano. No era una aldea muy grande. Lo suficientemente grande para sobrevivir en la jungla. Vio a hombres y mujeres trabajando. Muchos de ellos portaban armas.
—¡Hola! —dijo en voz alta pero amistosa.
Los aldeanos alzaron la mirada.Chuki no sabía qué esperar, pero estaba lista para correr. Una de las mujeres se puso de pie y le gritó.
—¡Kuraq! ¡Vete, no queremos tener problemas!
Chuki se detuvo en el borde de la aldea, sin dar un paso más.
—Necesito vuestra ayuda, y vosotros necesitáis la mía —dijo.
Un hombre alto, vestido solo con lo que Chuki podía asumir que era el cinturón de un guerrero, avanzó. Portaba una lanza y un trozo de obsidiana afilada en el cinturón. Pero también llevaba una brújula alrededor del cuello. Se acercó a una distancia suficiente para golpearla.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó, con una pequeña pizca de amenaza en la voz.
—Me llamo Chuki —respondió.
La miró de arriba a abajo.
—Eres kuraq —dijo él.
Ella asintió.
—Lo soy. También soy amiga de Ferdinand.
Los ojos del hombre se entrecerraron.
—¿Tú? ¿Y por qué he de creerte?
—Llegó a Kuraq no hace mucho y se unió a la resistencia, los Pakaykuq. Ahí lo conocí —dijo.
El hombre gruñó y agitó la mano en un gesto para que continuara.
—Háblame de él.
—Es más bajo que yo. Piel y barba blancas. Ojos oscuros. Le gusta silbar. Y le gusta el té.—Hizo un gesto cauteloso con la mano derecha, todavía por encima de la cabeza, hacia la brújula que rodeaba el cuello del hombre—. Y te regaló eso. —Lo miró directamente a los ojos—. K'awil.
El hombre no mostró emoción alguna. Solo sus ojos, mirándola con ferocidad. Viendo dentro de ella. Lentamente, sonrió.
—¿Qué tipo de té?
Ella no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—No lo sé. Dijo que era algo que vosotros preparáis con una planta que crece aquí. Trató de explicarlo, pero no pude entender lo que me dijo. El hombre se volvió hacia el pueblo y gritó.
—¡Es amiga de Ferdinand!
La expresión de todos los aldeanos se transformó y el corazón de Chuki dejó de intentar explotarle en el pecho. El hombre se volvió hacia ella otra vez.
—Soy K'awil —dijo—. Bienvenida a nuestro pueblo
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