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Era la medianoche del 22 de diciembre de 1892, el primer invierno en el que el director Seymour trabajaba en Sandburn. Se habían reunido en la sala más recóndita de la prisión, bajo el corredor de la muerte y las celdas de aislamiento. A través de la piedra no se podían oír los gritos. La puerta de acero que conducía a las escaleras estaba cerrada con llave.
Seymour se quitó el abrigo, se remangó y se hizo un tajo en el brazo izquierdo. Dejó que la sangre goteara en el suelo y sobre los símbolos que había dibujado con tiza y hollín en las baldosas. Sus acompañantes, en silencio y expectantes, apoyaban la espalda contra la pared.
Seymour entró con cuidado en el círculo protector, que estaba rodeado de los nombres sagrados, y cogió el libro negro en el que había anotado el ritual. “A sus puestos. Empezamos ahora”, dijo, abriendo el libro. Los ayudantes se acercaron de mala gana al centro de la sala y se colocaron alrededor del triángulo manchado de sangre, delante del círculo protector.
“Ol binu od zodakame, Ilasa gabe Taoroth…”
La pequeña sala se inundó con los cánticos de Seymour. Las velas del borde de la circunferencia se apagaron. Dejó caer el libro al suelo y, en voz alta, comenzó a recitar largos versos de memoria, proyectándolos hacia la oscuridad.
“…zodiredo Adni das larinuji elasa…”
Finalmente, se quedó en silencio. Se oyó un golpe seco y un repentino grito agudo. Las velas del círculo se iluminaron de nuevo y mostraron a los asistentes del ritual una criatura agazapada en el triángulo del suelo. A primera vista, parecía un animal, pero, cuando se irguió, se dieron cuenta de que se trataba de una anciana vestida con harapos. Los ayudantes vacilaron durante un instante.
«¡Atrápenla!»
La voz del director hizo que volvieran en sí. Los hombres lanzaron unas cadenas especialmente preparadas para la ocasión sobre la mujer, que gritó y peleó en vano hasta quedar reducida en el suelo. Los eslabones, que parecían estar vivos, se fundían con el suelo de piedra y devoraban su piel. No se detuvieron hasta formar una red negra que anclaba a la mujer al suelo con su propio peso. De entre sus harapos cayó algo: una baraja de cartas.
Con cuidado, Seymour envolvió la baraja con un pañuelo de seda que había sacado de uno de los bolsillos de su abrigo arrugado.
«Asegúrense de que se queda aquí», dijo, refiriéndose a la mujer, antes de abrir la puerta y abandonar la sala.
Taroticum y otros relatos contiene siete aventuras independientes para KULT: Divinidad Perdida, todas diseñadas para que no requieran mucha preparación. Cada una de ellas se desarrolla en diferentes épocas y lugares y exploran distintos aspectos de la mitología de Kult.
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En KULT: Divinidad Perdida, el mundo que nos rodea es mentira. La humanidad está atrapada en una Ilusión. No vemos las enormes ciudades de Metrópolis sobresalir sobre nuestros rascacielos más altos. No oímos los gritos de los sótanos olvidados en los que se esconden escaleras que conducen al Infierno. No olemos la sangre ni la carne quemada de quienes fueron sacrificados a Dioses olvidados largo tiempo ha. Pero algunos de nosotros atisban imágenes tras el velo. Tenemos la extraña sensación de que algo falla: los desvaríos del loco del metro parecen contener un mensaje oculto y, si nos paramos a pensarlo, el huraño vecino con el que nos hemos cruzado en el pasillo no parece ser del todo humano. Descubriendo poco a poco la verdad sobre nuestra prisión, captores y pasados ocultos, podremos despertar finalmente de este perturbador sueño que nos aprisiona y tomar el control de nuestro destino.