Product successfully added to your shopping cart
A Taste for Murder es un juego ambientado en una casa señorial de la campiña inglesa en los años treinta. Sin embargo, no son unos años treinta tratados con realismo: apenas hay rastro del desempleo, el fascismo ni la inminente guerra. Son los años treinta idealizados y con la mirada puesta en el pasado de las novelas detectivescas, en las que la acción dramática tiene lugar en un escenario de menores dimensiones, con amantes asesinados, hijos desheredados y familias rotas.
Antes de entrar en materia quiero hacer una advertencia: cuando juguéis a A Taste for Murder, no os perdáis en los detalles; tomaos libertades con ellos, tal como hacían los escritores de misterio. Es más, a menudo la inexactitud contribuye a crear mejores historias. Aunque probablemente el señor de la casa nunca se hubiera fumado un cigarrillo con el mozo de cuadras, es más interesante si lo hace.
De hecho, deberíais tomaros reglas tales como «los criados de rango inferior tienen prohibido hablar con el señor» como invitaciones a transgredirlas. En general, ignorad cualquier regla que entorpezca el juego: es imprescindible que todos los personajes de la casa hablen entre sí.
El funcionamiento y el protocolo de las casas señoriales inglesas se basan en su historia. Esta historia será, pues, nuestro punto de partida.
La casa señorial inglesa
Lo primero que hay tener en cuenta es que las casas señoriales de la campiña británica son mansiones destinadas a servir de residencia principal a una familia de la alta sociedad. Por tanto, no tienen nada que ver con granjas, cortijos ni chalés rurales.
Durante la Edad Media, las casas señoriales parecían castillos: altas, de piedra y construidas para la defensa. No solo estaban destinadas a resistir batallas, sino también a desalentarlas: el mensaje que enviaban era «si soy lo bastante poderoso como para construir esta casa, soy lo bastante poderoso como para derrotarte». A lo largo de los siglos, el estilo de las casas fue cambiando: empezaron a construirse casas diseñadas más para el ornamento que para la batalla. Tenían más aspecto de mansiones que de castillos y eran una muestra del orden y la simetría que se estilaban entonces.
La comida era toda una ceremonia. La familia y sus acompañantes cenaban juntos y luego se retiraban en grupo a tomar el té o el postre, jugar a las cartas o escuchar música y, posteriormente, bailaban en la habitación en la que habían comido. A una tarde tal se la denominaba «baile».
Hacia el siglo XVIII, los avances en los medios de transporte cambiaron el mundo de las casa señorial, ya que hicieron el trayecto entre Londres y el campo cómodo y rápido. En esa época, las familias adineradas tenían una casa en Londres para la «temporada londinense» y una casa señorial en el campo. Es más, los medios de transporte hicieron que fuera posible visitar una casa durante una sola tarde, ya fuera la casa de unos amigos o de los amigos de unos amigos. La buena sociedad, como se la llamaba, se hizo móvil: después de un día en las carreras, uno podía pasarse a tomar el té. Tales visitas convertían la casa señorial en un centro de vida social.
Este tipo de reuniones sociales se llamaba «assembly» y en ellas los asistentes paseaban por la casa, pasando de un entretenimiento a otro. En una habitación se jugaba a las cartas; en otra, se bebía té; en una tercera, se tocaba música. A los invitados se les ofrecía comida y vino mientras caminaban. Mientras que antes los invitados se divertían todos juntos, ahora se los animaba a separarse.
La arquitectura cambió de forma acorde: mientras que las casas más antiguas se estructuraban alrededor de una sala central, las nuevas casas se empezaron a construir como un circuito, con salas de recepción alrededor de una amplia escalera de caracol. Los jardines también se dispusieron formando circuitos que contenían atracciones entre las que pasear, como por ejemplo un jardín de rosas, una pagoda, un cenador y un estanque. A estas atracciones se les daban nombres como «el Jardín Largo», «el Paseo Septentrional» o «la Arboleda».
Se tenía una visión cada vez más romántica del campo. Actividades como caminar y montar, que en el pasado habían sido meras necesidades, adquirían ahora un nuevo atractivo. En la pintura, las casas señoriales se representaban a menudo aisladas frente al paisaje.
En esta época la división entre los sexos era patente. Mientras que los hombres salían a cazar y hablaban de negocios, lo que se esperaba de las mujeres era que se quedaran charlando y jugando a las cartas. Las habitaciones se volvieron marcadamente masculinas o femeninas: los hombres se apropiaron del comedor, la sala de armas y el salón de fumar, mientras que las mujeres hicieron suyas las salas de estar.
Tras la cena, los hombres y las mujeres volvían a separarse. Los hombres bebían brandy sentados a la mesa del comedor, mientras que las mujeres se retiraban. Más tarde, los hombres quizá se pusieran elaborados esmóquines para dirigirse al salón de fumar, mientras las mujeres bebían té y jugaban a las cartas.
En aquella época de cristianos temerosos de Dios, la casa se consideraba cada vez más un hogar familiar. Para mantener esta percepción, la servidumbre tuvo que volverse invisible. Para ello, se hizo que las habitaciones de los señores tuvieran dos puertas: una que daba a la zona familiar y otra que conducía a las dependencias del servicio. En el piso superior se encontraba la familia y en el sótano, la servidumbre, y los encuentros entre ambos eran mínimos.
No obstante, incluso aunque los valores victorianos llenaban la casa señorial, la industrialización victoriana la abocaba a su fin. Las mejoras en los medios de transporte hicieron que fuera más barato importar el grano que cultivarlo localmente y por tanto, de repente, las tierras de la casa señorial dejaron de asegurar los ingresos de la familia.
Algunos aristócratas encontraron nuevas formas de ganar dinero, en ocasiones ocupando puestos en la dirección de algunas empresas, a las que sus títulos conferían un aire de prestigio, pero otros se vieron obligados a vender sus casas. Algunas de estas casas fueron compradas por industriales recién nombrados caballeros y deseosos de invertir en la aristocracia. Los aristócratas se preguntaban si los recién llegados, a quienes apodaban «nuevos ricos», mantendrían la etiqueta.
No tenían de qué preocuparse. Los nuevos aristócratas, fascinados por el mundo en el que habían entrado, estaban ansiosos por encajar en él. Compraban y devoraban libros de protocolo, manteniendo toda tradición que pudieran encontrar e inventado otras nuevas.
De esta forma, en los albores del siglo XX, la existencia de la casa señorial parecía incontestable. La época eduardiana fue una época de conspicua riqueza. Sin embargo, este fue el último hurra antes de que la fiesta se acabase. En primer lugar, la Primera Guerra Mundial diezmó a las familias. Los criados se marcharon a las ciudades, donde las fábricas les ofrecían un sueldo mayor y menos horas de trabajo.
Finalmente, en los años veinte llegó la Gran Depresión y el dinero empezó a acabarse. Las casas señoriales de A Taste for Murder están cimentadas en esta historia. Sus tradiciones hunden sus raíces en el medievo, su arquitectura se remonta también a una época anterior y la esfera social gira en torno a la cena, el baile, el té y las cartas. Sin embargo, estas tradiciones están en conflicto.
El señor intentará dirigir la casa como un hogar victoriano: será estricto, autoritario y querrá mantener a la familia unida; mientras que la generación más joven, criada en la época eduardiana, vivirá con desenfreno, fumando, bebiendo y manteniendo relaciones sexuales. Mientras tanto, el dinero va menguando y la bancarrota está al acecho.
Sigue visitando nuestra web para saber más sobre A Taste for Murder y las intrigantes familias que en él habitan.